Luego se volvió hacia Ismael y le preguntó con cierta aspereza—: Pequeño, ¿verdad que quieres ser algún día un gran poeta, ser rico, ser un hombre ilustre? —No lo sé —murmuró Ismael. Se sentía abrumado por una inmensa angustia, por el miedo, por la rebeldía frente a aquella mujer que quería violentar su vida libre.
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Descubría en sus paseos miles de cosas que le encantaban o le sorprendían. En primer lugar, los pájaros y sus gritos diferentes. Luego la misteriosa vida de la tierra, las hormigas, los insectos, las plantas, las bayas desconocidas, ligeramente agrias y dulzonas, las flores de los bosques, las de los campos, las que brotan en la estepa, los grandes lirios negros de las riberas del río, las amapolas entre el trigo... Ahora, la menor brizna de hierba le apasionaba, le mantenía inmóvil y cautivado durante horas. Empezaba a experimentar algo que nunca antes había sentido: una sencilla alegría de vivir, sana y profunda, comparable al placer de beber el agua fría del pozo cuando tenía sed, o al de dormir al sol sobre la tierra perfumada y cálida de julio, o al de correr sin motivo alguno sobre la hierba hasta perder el aliento, mientras el viento azotaba su cabello en desorden.
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En nombre de leyes que era tan incapaz de descifrar como si estuvieran en chino, comprobó que unos condenaban lo que otros aprobaban; se extravió en el intrincado bosque de los juicios literarios; perdió completamente la cabeza. ¡Dios mío! ¿Era posible que fueran tantas las objeciones a las que había que hacer frente para escribir, tantas las exigencias múltiples y contradictorias que había que satisfacer?
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