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Lin Yutang: Sobre el trabajo y el ocio



Al fin y al cabo, lo más sorprendente que hay en el hombre es su ideal del trabajo, y la cantidad de trabajo que se impone a sí mismo, o que le ha impuesto la civilización. Toda la naturaleza se dedica a la holganza, y sólo el hombre trabaja por su sustento. Trabaja porque tiene que hacerlo, porque con el progreso de la civilización, la vida se hace más compleja, con deberes, responsabilidades, temores, inhibiciones y ambiciones, no nacidas de la naturaleza, sino de la sociedad humana. Mientras estoy aquí sentado ante mi escritorio, una paloma vuela en torno al campanario de una iglesia, frente a mi ventana, sin preocuparse por lo que va a tener para el almuerzo. Sé que mi almuerzo es cosa más complicada que el de la paloma, y que los pocos artículos alimenticios que tomo afectan a miles de personas en su trabajo y un complicado sistema de cultivo, venta, transporte, entrega y preparación. Por eso es que cuesta más al hombre que a los animales conseguir comida. No obstante, si una bestia de la selva quedara suelta en una ciudad y obtuviera cierta comprensión del significado de la atareada vida humana, sentiría mucho escepticismo y asombro acerca de esta sociedad humana.

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Cada vez que veo el horizonte de una ciudad o miro a los techos, me asusto. Es positivamente asombroso. Dos o tres tanques de agua, el reverso de dos o tres armazones de acero para anuncios, quizá un campanario o dos, y una extensión de azoteas de asfalto y ladrillos que suben en contornos cuadrados, agudos, verticales, sin forma ni orden, rociados por algunas chimeneas sucias, descoloridas, unas pocas cuerdas con ropa lavada, y líneas entrecruzadas de antenas radiotelefónicas. Y al mirar hacia abajo, a una calle, veo otra vez una extensión de paredes grises, o de rojos ladrillos descoloridos, con ventanas pequeñas, y oscuras, uniformes, en filas iguales, a medias abiertas y a medias ocultas por cortinas, y quizá en un alféizar una botella de leche, y unas pocas macetas con enfermizas florecillas en otras. Una niña sube a la azotea con su perro y se sienta en un escalón todas las mañanas para conocer un poco de sol. Y al levantar otra vez la vista veo filas sobre filas de techos, millas de techos extendidos en feos contornos cuadrados hacia la distancia. Más tanques de agua, más casas de ladrillo. Y la humanidad vive aquí. ¿Cómo vive cada familia detrás de una o dos de esas sombrías ventanas? ¿En qué trabajan para vivir? Es pasmoso. Detrás de cada dos o tres ventanas, una pareja va a la cama noche a noche, como las palomas que vuelven al palomar; despiertan y toman el café matinal, y el marido sale a la calle, a buscar pan para la familia, mientras la esposa trata persistente, desesperadamente, de barrer el polvo y mantener limpio su lugarcito. A las cuatro o cinco de la tarde salen a sus umbrales para conversar con sus vecinos, para mirarlos y tomar un poco de aire fresco. Cae después la noche, están muertos de cansancio y otra vez van a dormir. ¡Y así viven!

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¡Oh, sabia humanidad, terriblemente sabia humanidad! A ti te canto. ¡Cuan inescrutable es la civilización en que los hombres laboran y trabajan y se preocupan hasta encanecer, por conseguir el sustento, y se olvidan de jugar!

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…nuestras horas de ocio son las que hacen soportable la vida. Tengo entendido que hay una acaudalada mujer que vive en Park Avenue, que compró un terreno vecino para impedir que construyeran un rascacielo junto a su casa. Paga una gran suma de dinero a fin de tener un espacio plena y perfectamente inútil, y me parece que jamás pudo gastar con mayor sabiduría su dinero.

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En conjunto, el goce de la holganza es algo que cuesta decididamente menos que el goce del lujo. Todo lo que se necesita es un temperamento artístico dedicado a buscar una tarde perfectamente inútil vivida de una manera perfectamente inútil. La vida ociosa, en verdad, cuesta poquísimo, como se tomó el trabajo de señalar Thoreau en Walden.

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La vida ociosa, lejos de ser una prerrogativa de los ricos y poderosos y triunfantes (¡cuan ocupados están los norteamericanos triunfantes!) fue en China una consecución de la altura de ánimo, una altura de ánimo muy cercana al concepto occidental de la dignidad del vagabundo, que es demasiado orgulloso para pedir favores, demasiado independiente para trabajar, y demasiado sabio para tomar muy en serio los triunfos del mundo. Esta altura de ánimo surgió y estuvo inevitablemente asociada a cierto sentido de desapego en cuanto al drama de la vida; provino de la cualidad de poder ver a través de las ambiciones y las locuras de la vida y las tentaciones de fama y riqueza. Por algún motivo, el estudioso de ánimo superior que estimaba más su carácter que sus realizaciones, su alma más que la fama o la riqueza, llegó a ser, por consenso común, el supremo ideal de la literatura china. Era, inevitablemente, un hombre con gran sencillez de vida y orgulloso desprecio por el triunfo terrenal tal como lo entiende el mundo.

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No, el goce de una vida ociosa no cuesta dinero. La capacidad para el verdadero goce del ocio se pierde en la clase adinerada y sólo puede encontrarse entre la gente que tiene un supremo desprecio por la riqueza. Debe provenir de la riqueza íntima del alma en un hombre que ama las formas simples de la vida y a quien impacienta a veces el negocio de hacer dinero. Hay siempre mucha vida que gozar para el hombre decidido a gozarla. Si los hombres no alcanzan a gozar esta existencia terrena que tenemos, es porque no aman suficientemente a la vida y permiten que se convierta en una monótona existencia rutinaria.

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Cuando se reúnen personas para conjeturar sobre la vida misma, algunos se sientan y hablan y vierten sus pensamientos en la intimidad de un cuarto, y algunos, dominados por un sentimiento, se lanzan a un mundo allende las realidades corpóreas. Aunque elegimos nuestros placeres «según nuestras inclinaciones—algunos ruidosos y revoltosos, y otros tranquilos y serenos—, y cuando hemos encontrado aquello que nos place, estamos todos felices y contentos, hasta el punto de olvidar que envejecemos». Y luego, cuando la saciedad sigue a la satisfacción y, con el cambio de las circunstancia, cambian también nuestros caprichos y deseos, surge entonces una sensación de punzante pesar. En un abrir y cerrar de ojos, los objetos de nuestros previos placeres pasan a ser cosas del pasado, que nos obligan a tener momentos de pesaroso recuerdo. Además, sean largas o cortas nuestras vidas, todos terminamos eventualmente en la nada. "Grandes en verdad son la vida y la muerte", decían los antiguos. ¡Ah! ¡Qué tristeza!

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Nuestra protesta contra la eficiencia no es porque hace hacer bien las cosas, sino porque es una ladrona del tiempo cuando no nos deja ocios para gozar de nosotros mismos y destruye nuestros nervios al tratar de lograr que las cosas estén debidamente hechas.

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El ritmo de la moderna vida industrial prohíbe esta especie de ocio glorioso y magnífico. Pero, peor aun, nos impone un concepto diferente del tiempo, medido por el reloj, y, eventualmente, convierte al ser humano en un reloj. Esto ha de llegar a ocurrir en China, como es evidente, por ejemplo, en una fábrica de veinte mil obreros. La lujosa perspectiva de veinte mil obreros que lleguen a trabajar según les plazca, a cualquier hora del día, es, naturalmente, algo que aterroriza. No obstante, aquel afán es lo que hace a la vida tan dura y agitada. Un hombre que tiene que estar indefectiblemente en determinado lugar a las cinco en punto, ya se ha arruinado la tarde entera, de la una a las cinco. Todo norteamericano adulto arregla su tiempo según el modelo del estudiante: las tres en punto para hacer esto, las cinco para aquello, las seis y media para cambiarse; las siete menos diez para tomar el taxi y las siete para aparecer en el restaurante. Con esto no se hace más que lograr que la vida no merezca ser vivida.

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