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Fragmentos de: La caída de los gigantes de Ken Follet


— Dice que Alemania ha invadido Bélgica a las ocho en punto de esta mañana. Fitz dejó el tenedor. — Entonces, ya está. — Por una vez, incluso parecía conmocionado. — ¡Pobre Bélgica, con lo pequeñita que es! Me parece que esos alemanes son unos matones de mucho cuidado — dijo tía Herm. Entonces pareció desconcertada y añadió —: Salvo herr Von Ulrich, desde luego. Él es encantador.
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Sus miradas se encontraron y, al ver su expresión, Maud supo que hasta ese momento no estuvo seguro de que ella acudiera a la cita. Aquella idea hizo que se le saltara una lágrima. Sin embargo, el rostro de Walter enseguida se iluminó con deleite. Qué extraño y maravilloso era, pensó Maud, ser capaz de provocarle tanta felicidad a otra persona.
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En ese momento, parecía que la guerra pudiera prolongarse durante un año o más tiempo. Los ejércitos enemigos permanecían sentados en sus trincheras un día tras otro, alimentándose con comida en descomposición, contrayendo disentería y pie de trinchera, llenándose de piojos y matando con desgana las ratas que merodeaban por los cuerpos amontonados en tierra de nadie de los soldados muertos. En algún momento a Fitz le había parecido muy clara la razón por la que Inglaterra debía ir a la guerra, aunque ahora ya no podía recordar el porqué.
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No sé cómo ha ocurrido exactamente, señor. Un par de kartoffel se asomaron por su parapeto, desarmados, y gritaron: «¡Feliz Navidad!», y uno de los nuestros hizo lo mismo y empezaron a acercarse unos a otros caminando y, antes de poder decir esta boca es mía, todo el mundo estaba haciendo lo mismo.
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Se suponía que las mujeres como Ursula no entendían de dinero. Gus, en cambio, sospechaba que todas sabían hasta el último centavo que poseían sus respectivos esposos y los de las demás, pero tenían que fingir ignorancia.
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— Cuánto depende de la decisión de una pequeña cantidad de personas con escasa educación … — Eso es la democracia. Gus sonrió. — Una forma espantosa de gobernar un país, pero los demás sistemas son peores.
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— ¿Cómo pueden ser los hombres tan estúpidos para ir a la guerra — le preguntó a Gus —, y para seguir luchando cuando el coste en vidas humanas hace ya mucho tiempo que empequeñeció cualquier posible ganancia?
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¿De verdad era posible que los países pudiesen solucionar sus conflictos sin necesidad de recurrir a una guerra? Aunque pudiera parecer paradójico, lo cierto es que era algo por lo que merecía la pena luchar.
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